La boda de Conchita la gitana
No hay en toda la Península ibérica una gitana más popular ni menos gitana que la viuda de Antonio Montoya.
Concha Salazar sólo tiene de gitana la viveza de sus ojos negros y rasgados. Ni en el traje, ni en los andares, ni en las líneas más salientes de su rostro, ni en los contornos de su cuerpo hay signo alguno de gitanería.
Es, en toda la extensión de la palabra, una buena muchacha, dulce, sencilla y cándida, que tiene algo de la Graziella de Lamartine. Un amor puro, desinteresado y no satisfecho, pero sí correspondido, es la base de la celebridad de Conchita; celebridad conquistada a precio de los sinsabores, los disgustos y las penalidades sin cuento que forman la trama del pasillo trajicómico llevado ayer a juicio oral ante la Audiencia de Madrid.
Hasta hoy no entrará realmente en escena la que, sin ser protagonista, da nombre al lance puesto ahora en tela de juicio. Si no por su belleza, por su modestia, la figura deja gitana Conchita se destacaba ayer sobre todas las de las cañís que la acompañaban en su peregrinación al Palacio de Justicia.
Para otras los alamares, y los vestidos de grandes vuelos, y las multicolores peinetas, y los moños cuidadosamente trenzados, y las flores sobre el rodete, la sonrisa en los labios... Para ella, para la pobre Conchita, el luto en la saya, en el pañuelo, en el peinado, en el semblante y en lo más íntimo y profundo de un corazón ennegrecido por la tristeza y bañado por el llanto.
La historia de Conchita es tan breve como dolorosa.
La primavera del 86 la sorprendió, allá en Zamora, con una declaración de amor enviada desde Madrid por Antonio Montoya. El sí de la niña volvió loco de alegría al gitano mancebo. A mediados de agosto, la prometida esposa venía a Madrid para conocer a su futuro y concertarlos últimos preparativos de la boda. El 29 de aquel mes sobrevino una pendencia entre dos de los convidados a la zambra, y una lluvia de estacazos, tiros y pedradas puso inesperado y lamentable término al baile con que Antonio Montoya y Conchita Salazar festejaban su enlace.
Gritaron las mujeres, pelearon los hombres... Después aquello fue terrible: los defensores de la autonomía gitana fueron a la prevención del distrito, luego al juzgado de guardia, más tarde a la cueva del antiguo Principal, y por último a la Cárcel-Modelo. Allí, en estrecha celda, Antonio Montoya pasó á mejor vida: todo un idilio lúgubre.
Faltaban pocos minutos para las dos de la tarde cuando en las galerías resonó la voz formidable de un portero que gritaba ¡audiencia pública!
A paso de carga la multitud tomó posesión de la sala. Crugían las puertas al embate de la apiñada muchedumbre; algunas mujeres, envueltas por la avalancha, gritaban desaforadamente, y a duras penas logró la presidencia restablecer el orden.
En primera línea, sobre los banquillos, estaban los cinco procesados presos, y en segundo término los quince procesados libres.
La sala se llenó, literalmente, de bote en bote. El calor era casi insoportable. Sin duda para hacer efecto, aprovechando el silencio de la concurrencia, un portero depositó sobre una mesa colocada a la derecha de la presidencia las piezas de convicción: pistolas y navajas. El estrépito que éstas hicieron al caer, entrechocándose, sobre la mesa fue despampanante. Allí había armas para la defensa de toda una tribu. ¡Mucho jierro! ¡mucho jierro!
Aún con ser muy precisas las declaraciones del perito módico señor López Bustamante acerca de las heridas por él observadas en los guardias del Orden que tomaron por asalto el corralón de la calle de Mira el Río, y en un gitano defensor de la plaza, no lograron interesar ni conmover al auditorio, que reservaba su atención para más grandes empresas.
Con la misma y hasta más justificada indiferencia, escuchó el público la lectura de la prueba documental. Las declaraciones de los procesados merecen capítulo aparte.
Mientras los novios, los padrinos y algunos convidados fueron a la iglesia, Diego Montoya y otros se quedaron en el corralón tocando, cantando o bailando —que de todas estas faenas hubo para matar el tiempo. Regresaron de la iglesia—añade el declarante—y nos encontraron como nos habían dejado.
Después vino Pepe Heredia a pedirme un pedazo de bacalao, y yo le dije: hombre, no te puedo dar más que un poco, porque este pedazo me lo ha dado un amigo.—Pues para poco, más vale nada—me dijo Pepe.—Después me dio un palo o dos en el sombrero; vinieron mi mujer y mi prima, me marché a mi casa embriagao y allí me detuvieron al día siguiente.
Yo no estaba allí cuando la custión de los guardias, de modo que no vide nada.
Felipe Hernández también estaba embriagao, pero bastante,—según dice. Vinieron los guardias,—añade,— maltrataron a mi hermana, y yo, como hermano, me acerqué a un guardia, y le dije; ¿la va usted a dejar? La cuestión es que me dieron a mí dos sablazos.
Para defenderme y defender á mi hermana Socorro cogí un ladrillo o un adobe que había en el suelo y lo tiré a un grupo en que estaban un guardia y unas mujeres.
Yo tenía un peine en la mano, lo cual que de un sablazo me lo partió un guardia. Esto to el mundo lo vido.
Otro embriagao, Pepe Heredia, no sabe si dio o no dio un palo u dos a Diego Montoya. La jumera le tenía perturbado el sentío. Este es novio de la gitana Socorro. Al ver a ésta,junto a la puerta, maltratada por un guardia, sujetó al del Orden para que no pegara a Socorro. No ha visto, ni oido, ni entendido, ni sabido una palabra más.
Benigno González y Gervasio Montoya, tampoco vieron, oyeron ni entendieron lo que pasó en la custión. Juan Castellón, al ver la custión, se encerró con otros en un cuarto, y no sabe más.
Cristóbal Salazar, padre de la novia, dice: «Estábamos celebrando la boda, y allí había mucha gente, unos divertiéndose en la sala, otros en otras partes, y yo dando cumplimiento á to el mundo. En «aquellas intermedias» pasó la trifulca del bacalao, y las mujeres empezaron a chillar. Después vinieron los guardias, me prendieron y prendieron a toa la familia.» Cuando fuimos al Principal, dijimos: aquí estamos 20 hombres presos, ¿y por qué?» Cuando entraron los guardias había en el corralón muchas almas del pueblo, muchos gitanos y muchas mujeres. Hablía casi tantas almas como aquí, entre personas y almas.»
AI entrar con unas caballerías en el corralón, Juan Ramón Heredia se encontró con muchas personas y diez o doce menistros (guardias). De lo que pasó nada sabe, porque—¡cosa rara!—estaba «bastante borracho». En el cuerpo—añade—yo no llevaba arma ninguna; pero en mi casa me cogieron unas tijeras despuntás para esquilar caballerías.
Allí había mucha gente paisana y gitanos. Rafael Palacios entraba conmigo, después de la custión, y al probé también lo cogieron. A la lista de los que nada vieron, oyeron, ni entendieron, hay que añadir los nombres de Sérvalo Romero, Vicente Juan Montoya, Rafael Palacios, Ignacio Montoya, Manuel Salazar, Agustín Montoya, Luís Moya, Ramón Salazar y Juan José González (a) el Chirri.
Poco de notable tienen las declaraciones de tres guardias de orden público que intervinieron en el lance. A uno le pegaron un tiro, no sabe quién, ni cómo, varios estacazos, algunas pedradas y tal vez algún mordisco. El caso es que le pusieron hecho una lástima.
A otro le molieron a palos. Y todos, a una, dicen que entraron en son de paz, hasta que, acorralados y maltrechos por los gitanos, viéronse obligados a tirar del sable para defenderse y sostener el prestigio de la autoridad.
Los guardias pasan revista a los procesados y afirman que conocen por lo menos a tres. De los demás no recuerdan si estaban o no en la trifulca. Todos tres están contestes que fueron acometidos por cuantos gitanos y gitanas había en el corralón. Todos, por supuesto, niegan haber maltratado a persona alguna. Y todos creen que el que hizo el disparo no esté entre Jos procesados.
De esta opinión participa el testigo José Reyes. Según éste, a un alférez o teniente que en la calle de Mira el Río se presentó para restablecer el orden, se le disparó el tiro que fué a herir al guardia.
Con la declaración del testigo Reyes se da por terminada la prueba propuesta por el fiscal, y el presidente suspende la sesión para reanudarla a las doce del día de hoy.
(El Imparcial del 7.)
No hay en toda la Península ibérica una gitana más popular ni menos gitana que la viuda de Antonio Montoya.
Concha Salazar sólo tiene de gitana la viveza de sus ojos negros y rasgados. Ni en el traje, ni en los andares, ni en las líneas más salientes de su rostro, ni en los contornos de su cuerpo hay signo alguno de gitanería.
Es, en toda la extensión de la palabra, una buena muchacha, dulce, sencilla y cándida, que tiene algo de la Graziella de Lamartine. Un amor puro, desinteresado y no satisfecho, pero sí correspondido, es la base de la celebridad de Conchita; celebridad conquistada a precio de los sinsabores, los disgustos y las penalidades sin cuento que forman la trama del pasillo trajicómico llevado ayer a juicio oral ante la Audiencia de Madrid.
Hasta hoy no entrará realmente en escena la que, sin ser protagonista, da nombre al lance puesto ahora en tela de juicio. Si no por su belleza, por su modestia, la figura deja gitana Conchita se destacaba ayer sobre todas las de las cañís que la acompañaban en su peregrinación al Palacio de Justicia.
Para otras los alamares, y los vestidos de grandes vuelos, y las multicolores peinetas, y los moños cuidadosamente trenzados, y las flores sobre el rodete, la sonrisa en los labios... Para ella, para la pobre Conchita, el luto en la saya, en el pañuelo, en el peinado, en el semblante y en lo más íntimo y profundo de un corazón ennegrecido por la tristeza y bañado por el llanto.
La historia de Conchita es tan breve como dolorosa.
La primavera del 86 la sorprendió, allá en Zamora, con una declaración de amor enviada desde Madrid por Antonio Montoya. El sí de la niña volvió loco de alegría al gitano mancebo. A mediados de agosto, la prometida esposa venía a Madrid para conocer a su futuro y concertarlos últimos preparativos de la boda. El 29 de aquel mes sobrevino una pendencia entre dos de los convidados a la zambra, y una lluvia de estacazos, tiros y pedradas puso inesperado y lamentable término al baile con que Antonio Montoya y Conchita Salazar festejaban su enlace.
Gritaron las mujeres, pelearon los hombres... Después aquello fue terrible: los defensores de la autonomía gitana fueron a la prevención del distrito, luego al juzgado de guardia, más tarde a la cueva del antiguo Principal, y por último a la Cárcel-Modelo. Allí, en estrecha celda, Antonio Montoya pasó á mejor vida: todo un idilio lúgubre.
Faltaban pocos minutos para las dos de la tarde cuando en las galerías resonó la voz formidable de un portero que gritaba ¡audiencia pública!
A paso de carga la multitud tomó posesión de la sala. Crugían las puertas al embate de la apiñada muchedumbre; algunas mujeres, envueltas por la avalancha, gritaban desaforadamente, y a duras penas logró la presidencia restablecer el orden.
En primera línea, sobre los banquillos, estaban los cinco procesados presos, y en segundo término los quince procesados libres.
La sala se llenó, literalmente, de bote en bote. El calor era casi insoportable. Sin duda para hacer efecto, aprovechando el silencio de la concurrencia, un portero depositó sobre una mesa colocada a la derecha de la presidencia las piezas de convicción: pistolas y navajas. El estrépito que éstas hicieron al caer, entrechocándose, sobre la mesa fue despampanante. Allí había armas para la defensa de toda una tribu. ¡Mucho jierro! ¡mucho jierro!
Aún con ser muy precisas las declaraciones del perito módico señor López Bustamante acerca de las heridas por él observadas en los guardias del Orden que tomaron por asalto el corralón de la calle de Mira el Río, y en un gitano defensor de la plaza, no lograron interesar ni conmover al auditorio, que reservaba su atención para más grandes empresas.
Con la misma y hasta más justificada indiferencia, escuchó el público la lectura de la prueba documental. Las declaraciones de los procesados merecen capítulo aparte.
Mientras los novios, los padrinos y algunos convidados fueron a la iglesia, Diego Montoya y otros se quedaron en el corralón tocando, cantando o bailando —que de todas estas faenas hubo para matar el tiempo. Regresaron de la iglesia—añade el declarante—y nos encontraron como nos habían dejado.
Después vino Pepe Heredia a pedirme un pedazo de bacalao, y yo le dije: hombre, no te puedo dar más que un poco, porque este pedazo me lo ha dado un amigo.—Pues para poco, más vale nada—me dijo Pepe.—Después me dio un palo o dos en el sombrero; vinieron mi mujer y mi prima, me marché a mi casa embriagao y allí me detuvieron al día siguiente.
Yo no estaba allí cuando la custión de los guardias, de modo que no vide nada.
Felipe Hernández también estaba embriagao, pero bastante,—según dice. Vinieron los guardias,—añade,— maltrataron a mi hermana, y yo, como hermano, me acerqué a un guardia, y le dije; ¿la va usted a dejar? La cuestión es que me dieron a mí dos sablazos.
Para defenderme y defender á mi hermana Socorro cogí un ladrillo o un adobe que había en el suelo y lo tiré a un grupo en que estaban un guardia y unas mujeres.
Yo tenía un peine en la mano, lo cual que de un sablazo me lo partió un guardia. Esto to el mundo lo vido.
Otro embriagao, Pepe Heredia, no sabe si dio o no dio un palo u dos a Diego Montoya. La jumera le tenía perturbado el sentío. Este es novio de la gitana Socorro. Al ver a ésta,junto a la puerta, maltratada por un guardia, sujetó al del Orden para que no pegara a Socorro. No ha visto, ni oido, ni entendido, ni sabido una palabra más.
Benigno González y Gervasio Montoya, tampoco vieron, oyeron ni entendieron lo que pasó en la custión. Juan Castellón, al ver la custión, se encerró con otros en un cuarto, y no sabe más.
Cristóbal Salazar, padre de la novia, dice: «Estábamos celebrando la boda, y allí había mucha gente, unos divertiéndose en la sala, otros en otras partes, y yo dando cumplimiento á to el mundo. En «aquellas intermedias» pasó la trifulca del bacalao, y las mujeres empezaron a chillar. Después vinieron los guardias, me prendieron y prendieron a toa la familia.» Cuando fuimos al Principal, dijimos: aquí estamos 20 hombres presos, ¿y por qué?» Cuando entraron los guardias había en el corralón muchas almas del pueblo, muchos gitanos y muchas mujeres. Hablía casi tantas almas como aquí, entre personas y almas.»
AI entrar con unas caballerías en el corralón, Juan Ramón Heredia se encontró con muchas personas y diez o doce menistros (guardias). De lo que pasó nada sabe, porque—¡cosa rara!—estaba «bastante borracho». En el cuerpo—añade—yo no llevaba arma ninguna; pero en mi casa me cogieron unas tijeras despuntás para esquilar caballerías.
Allí había mucha gente paisana y gitanos. Rafael Palacios entraba conmigo, después de la custión, y al probé también lo cogieron. A la lista de los que nada vieron, oyeron, ni entendieron, hay que añadir los nombres de Sérvalo Romero, Vicente Juan Montoya, Rafael Palacios, Ignacio Montoya, Manuel Salazar, Agustín Montoya, Luís Moya, Ramón Salazar y Juan José González (a) el Chirri.
Poco de notable tienen las declaraciones de tres guardias de orden público que intervinieron en el lance. A uno le pegaron un tiro, no sabe quién, ni cómo, varios estacazos, algunas pedradas y tal vez algún mordisco. El caso es que le pusieron hecho una lástima.
A otro le molieron a palos. Y todos, a una, dicen que entraron en son de paz, hasta que, acorralados y maltrechos por los gitanos, viéronse obligados a tirar del sable para defenderse y sostener el prestigio de la autoridad.
Los guardias pasan revista a los procesados y afirman que conocen por lo menos a tres. De los demás no recuerdan si estaban o no en la trifulca. Todos tres están contestes que fueron acometidos por cuantos gitanos y gitanas había en el corralón. Todos, por supuesto, niegan haber maltratado a persona alguna. Y todos creen que el que hizo el disparo no esté entre Jos procesados.
De esta opinión participa el testigo José Reyes. Según éste, a un alférez o teniente que en la calle de Mira el Río se presentó para restablecer el orden, se le disparó el tiro que fué a herir al guardia.
Con la declaración del testigo Reyes se da por terminada la prueba propuesta por el fiscal, y el presidente suspende la sesión para reanudarla a las doce del día de hoy.
(El Imparcial del 7.)
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