Los Movimientos Feministas surgieron como una poderosa arma de lucha contra el Cristianismo. Los pasos a dar, tal como fue ideada la operación, son los siguientes:
a) Destrucción de la mujer mediante la eliminación de su dignidad. El procedimiento seguido, con resultados bastante eficaces, no ha sido otro que el de imbuir en la mujer la necesidad de realizarse a sí misma y emanciparse de la autoridad del marido; y con ella, del estado de esclavitud al que el varón, según el Feminismo, la ha sometido durante siglos.
b) Una vez anulada la dignidad de la mujer y trastocados sus sentimientos y la propia idea de sí misma, acabar con la Familia. Con la Familia en general y, más particularmente con la Familia cristiana.
c) Destruida la Familia, al fin y al cabo fuente y lugar de formación de los nuevos hijos de Dios, la tarea de arrancar de raíz cualquier indicio de cristianismo de la sociedad humana, se convierte en cosa fácil.
El tema tiene particular relevancia y aplicación en el mundo moderno en lo referente a la vida conyugal. Las modernas doctrinas, en las que es preciso incluir a numerosos teólogos católicos, se resisten a admitir la autoridad del marido sobre la esposa. Por la razón de que tal prerrogativa —suelen decir— supone una disminución de la dignidad de la mujer. De ahí la tendencia casi unánime a rechazar un conocido texto de San Pablo: Las mujeres [estén sujetas] a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo, del cual él es el salvador. Pues como la Iglesia está sujeta a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo (Ef 5: 22–24).
Tales opositores suelen pasar por alto el hecho de que el Apóstol añada a continuación que deben los maridos amar a sus mujeres, como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama (Ef 5:28). Como igualmente omiten la afirmación, también del Apóstol, según la cual la mujer es gloria del hombre (1 Cor 11:7).
La intención retorcida de las doctrinas feministas se manifiesta claramente en la costumbre, ya convertida en hábito, de olvidar demasiadas cosas. Por ejemplo, la necesidad absoluta de que en todo tipo de sociedad, grande o pequeña —incluida la conyugal—, deba existir una autoridad; a no ser que se quiera incidir en la anarquía y en la consiguiente desaparición de tal sociedad. De hecho, el empeño en no reconocer una verdad tan evidente es otra de las causas que ha conducido a la destrucción de la Familia en la sociedad moderna.
Y puesto que tal necesidad viene exigida por la misma naturaleza de las cosas, nadie puede reclamar razón alguna para sentirse humillado o disminuido por el hecho de no estar constituido en autoridad. Tal despropósito sería semejante a una situación, bastante disparatada por lo demás, en la que el hombre se sintiera humillado por poseer meramente la condición de creatura y no ser Dios. Pero la humillación solamente puede considerarse existente cuando se deja de reconocer, de la forma que sea, la dignidad debida a una persona. ¿Y cómo puede sentirse ofendido, en su dignidad de persona, alguien a quien le son reconocidos honrosamente su puesto, amén de la labor irremplazable y digna que en él está llevando a cabo? Las doctrinas feministas se empeñan en confundir la distinción de funciones con una diferencia de dignidades que, por otra parte, la sana doctrina no ha enseñado jamás. ¿Cómo es posible honradamente acusar de desconocedor de la dignidad de la mujer a quien dice, como se ha visto arriba, que quien ama a su mujer, a sí mismo se ama? Añadiendo además, algo más adelante, que ni la mujer sin el hombre, ni el hombre sin la mujer, en el Señor. Porque si la mujer procede del hombre, así el hombre nace de la mujer; y todo de Dios (1 Cor 11: 11–12). Está claro, por lo tanto, para quien desee ver las cosas honestamente y sin prejuicios, que el Apóstol proclama firmemente la igualdad esencial en la dignidad de ambos sexos.
Por si fuera poco, conviene recordar que el rechazo de la mujer a aceptar determinadas actitudes, tanto de sumisión como de pertenencia, supondría la negativa a reconocer como reales y auténticas cualidades que, en realidad, son esenciales y propias del amor. Lo cual se traduciría en el rechazo absoluto del amor como tal. Si se tiene en cuenta que la función de amar —con la consiguiente y recíproca de ser amado— es un constitutivo fundamental de la naturaleza del ser humano, las consecuencias se deducen por sí solas. En definitiva, todo conduciría a situar a ese ser humano en un grado más inferior en la escala de los seres vivos, cual es exactamente el del animal irracional.
a) Destrucción de la mujer mediante la eliminación de su dignidad. El procedimiento seguido, con resultados bastante eficaces, no ha sido otro que el de imbuir en la mujer la necesidad de realizarse a sí misma y emanciparse de la autoridad del marido; y con ella, del estado de esclavitud al que el varón, según el Feminismo, la ha sometido durante siglos.
b) Una vez anulada la dignidad de la mujer y trastocados sus sentimientos y la propia idea de sí misma, acabar con la Familia. Con la Familia en general y, más particularmente con la Familia cristiana.
c) Destruida la Familia, al fin y al cabo fuente y lugar de formación de los nuevos hijos de Dios, la tarea de arrancar de raíz cualquier indicio de cristianismo de la sociedad humana, se convierte en cosa fácil.
El tema tiene particular relevancia y aplicación en el mundo moderno en lo referente a la vida conyugal. Las modernas doctrinas, en las que es preciso incluir a numerosos teólogos católicos, se resisten a admitir la autoridad del marido sobre la esposa. Por la razón de que tal prerrogativa —suelen decir— supone una disminución de la dignidad de la mujer. De ahí la tendencia casi unánime a rechazar un conocido texto de San Pablo: Las mujeres [estén sujetas] a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo, del cual él es el salvador. Pues como la Iglesia está sujeta a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo (Ef 5: 22–24).
Tales opositores suelen pasar por alto el hecho de que el Apóstol añada a continuación que deben los maridos amar a sus mujeres, como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama (Ef 5:28). Como igualmente omiten la afirmación, también del Apóstol, según la cual la mujer es gloria del hombre (1 Cor 11:7).
La intención retorcida de las doctrinas feministas se manifiesta claramente en la costumbre, ya convertida en hábito, de olvidar demasiadas cosas. Por ejemplo, la necesidad absoluta de que en todo tipo de sociedad, grande o pequeña —incluida la conyugal—, deba existir una autoridad; a no ser que se quiera incidir en la anarquía y en la consiguiente desaparición de tal sociedad. De hecho, el empeño en no reconocer una verdad tan evidente es otra de las causas que ha conducido a la destrucción de la Familia en la sociedad moderna.
Y puesto que tal necesidad viene exigida por la misma naturaleza de las cosas, nadie puede reclamar razón alguna para sentirse humillado o disminuido por el hecho de no estar constituido en autoridad. Tal despropósito sería semejante a una situación, bastante disparatada por lo demás, en la que el hombre se sintiera humillado por poseer meramente la condición de creatura y no ser Dios. Pero la humillación solamente puede considerarse existente cuando se deja de reconocer, de la forma que sea, la dignidad debida a una persona. ¿Y cómo puede sentirse ofendido, en su dignidad de persona, alguien a quien le son reconocidos honrosamente su puesto, amén de la labor irremplazable y digna que en él está llevando a cabo? Las doctrinas feministas se empeñan en confundir la distinción de funciones con una diferencia de dignidades que, por otra parte, la sana doctrina no ha enseñado jamás. ¿Cómo es posible honradamente acusar de desconocedor de la dignidad de la mujer a quien dice, como se ha visto arriba, que quien ama a su mujer, a sí mismo se ama? Añadiendo además, algo más adelante, que ni la mujer sin el hombre, ni el hombre sin la mujer, en el Señor. Porque si la mujer procede del hombre, así el hombre nace de la mujer; y todo de Dios (1 Cor 11: 11–12). Está claro, por lo tanto, para quien desee ver las cosas honestamente y sin prejuicios, que el Apóstol proclama firmemente la igualdad esencial en la dignidad de ambos sexos.
Por si fuera poco, conviene recordar que el rechazo de la mujer a aceptar determinadas actitudes, tanto de sumisión como de pertenencia, supondría la negativa a reconocer como reales y auténticas cualidades que, en realidad, son esenciales y propias del amor. Lo cual se traduciría en el rechazo absoluto del amor como tal. Si se tiene en cuenta que la función de amar —con la consiguiente y recíproca de ser amado— es un constitutivo fundamental de la naturaleza del ser humano, las consecuencias se deducen por sí solas. En definitiva, todo conduciría a situar a ese ser humano en un grado más inferior en la escala de los seres vivos, cual es exactamente el del animal irracional.
INCREIBLE ¿ NO?.
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