EL AGUA POTABLE EN LA VIDA DE LA MUJER
Entre el año 1850 y el 1880 sucedió algo increíble para el futuro de las mujeres sobre lo que probablemente nunca hemos reflexionado, y aunque no parece tener relación con sus vidas terminó siendo fundamental para la recuperación de su dignidad. En esos treinta años se inventaron y perfeccionaros los mecanismos para producir y hacer llegar agua potable a las ciudades más superpobladas y alejadas de las fuentes naturales del saludable elemento.
Hasta ese momento, el agua de consumo, salvo excepción, no era potable, es decir, estaba cargada de bacterias y gérmenes que producían miles de enfermedades infecciosas, muchas de ellas graves o mortales (recuerde que no existían los antibióticos antes de 1929). Esta situación multiplicaba por ocho o por diez los índices de morbi-mortalidad infantil. Dicho de otra manera, hasta finales del siglo XIX sólo uno de cada diez embarazos llegaba a transformarse en un bebé que llegaba a cumplir un año de vida. Los otros nueve eran abortados en épocas tardías del embarazo o morían en el episodio peri natal. Y esto significa que, si una mujer (cumpliendo con la pauta de construir familias de gran progenie, que era lo usual en ese momento) quería tener, digamos, tres hijos, debía pasar más o menos por treinta embarazos... ¡¡¡Treinta!!!
Con esta cruel realidad no es difícil entender por qué la mujer casada estaba condenada (si quería cumplir con lo que se esperaba de ella) a estar casi encerrada en su casa. Permanentemente embarazada, pariendo o llorando el duelo de los bebés que había perdido.
En un entorno donde la mayoría de las personas llegaban con suerte, a cumplir 45 ó 46 años, esta situación determinaba POR FUERZA que la mujer no tuviera espacio para ningún tipo de participación fuera del hogar. Y no se trataba del rol que el hombre o la sociedad le dieran o no le dieran, sino simplemente de que no había otra posibilidad para su rol que no fuera quedarse en la casa, salvo que renunciara a tener hijos, una decisión prácticamente imposible hasta mediados del siglo XX.
La aparición de agua potable invierte totalmente estos porcentajes; si hasta 1850, de cada diez embarazos sólo podíamos encontrar un niño vivo al año de nacer, desde la segunda mitad del siglo, ocho de cada diez embarazos se transformarán en un niño que festejará su primer año de vida.
Este solo cambio establece la posibilidad de reducir a unos pocos años el tiempo que debía pasar embarazada una mujer que decidiera tener hijos. Súmele a esto el cambio que operó la sociedad industrial en la evolución de la familia y tendrán entonces el surgimiento de una nueva mujer. Una mujer que, con la aparición de la píldora anticonceptiva, en pleno siglo XX, está en condiciones de decidir no sólo si va a estar en la casa embarazándose y pariendo, si no también cuántos hijos quiere tener y cuándo, hasta dónde necesita dedicarse a ellos y qué hará con el resto de su tiempo. Por ejemplo trabajar fuera de la casa. Por ejemplo producir su propio dinero. Por ejemplo luchar por la igualdad de sus derechos.
Entre el año 1850 y el 1880 sucedió algo increíble para el futuro de las mujeres sobre lo que probablemente nunca hemos reflexionado, y aunque no parece tener relación con sus vidas terminó siendo fundamental para la recuperación de su dignidad. En esos treinta años se inventaron y perfeccionaros los mecanismos para producir y hacer llegar agua potable a las ciudades más superpobladas y alejadas de las fuentes naturales del saludable elemento.
Hasta ese momento, el agua de consumo, salvo excepción, no era potable, es decir, estaba cargada de bacterias y gérmenes que producían miles de enfermedades infecciosas, muchas de ellas graves o mortales (recuerde que no existían los antibióticos antes de 1929). Esta situación multiplicaba por ocho o por diez los índices de morbi-mortalidad infantil. Dicho de otra manera, hasta finales del siglo XIX sólo uno de cada diez embarazos llegaba a transformarse en un bebé que llegaba a cumplir un año de vida. Los otros nueve eran abortados en épocas tardías del embarazo o morían en el episodio peri natal. Y esto significa que, si una mujer (cumpliendo con la pauta de construir familias de gran progenie, que era lo usual en ese momento) quería tener, digamos, tres hijos, debía pasar más o menos por treinta embarazos... ¡¡¡Treinta!!!
Con esta cruel realidad no es difícil entender por qué la mujer casada estaba condenada (si quería cumplir con lo que se esperaba de ella) a estar casi encerrada en su casa. Permanentemente embarazada, pariendo o llorando el duelo de los bebés que había perdido.
En un entorno donde la mayoría de las personas llegaban con suerte, a cumplir 45 ó 46 años, esta situación determinaba POR FUERZA que la mujer no tuviera espacio para ningún tipo de participación fuera del hogar. Y no se trataba del rol que el hombre o la sociedad le dieran o no le dieran, sino simplemente de que no había otra posibilidad para su rol que no fuera quedarse en la casa, salvo que renunciara a tener hijos, una decisión prácticamente imposible hasta mediados del siglo XX.
La aparición de agua potable invierte totalmente estos porcentajes; si hasta 1850, de cada diez embarazos sólo podíamos encontrar un niño vivo al año de nacer, desde la segunda mitad del siglo, ocho de cada diez embarazos se transformarán en un niño que festejará su primer año de vida.
Este solo cambio establece la posibilidad de reducir a unos pocos años el tiempo que debía pasar embarazada una mujer que decidiera tener hijos. Súmele a esto el cambio que operó la sociedad industrial en la evolución de la familia y tendrán entonces el surgimiento de una nueva mujer. Una mujer que, con la aparición de la píldora anticonceptiva, en pleno siglo XX, está en condiciones de decidir no sólo si va a estar en la casa embarazándose y pariendo, si no también cuántos hijos quiere tener y cuándo, hasta dónde necesita dedicarse a ellos y qué hará con el resto de su tiempo. Por ejemplo trabajar fuera de la casa. Por ejemplo producir su propio dinero. Por ejemplo luchar por la igualdad de sus derechos.
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