Desde las prácticas sociales, se presupone que la sexualidad de la esposa es propiedad del esposo.
A ella le corresponde por obligación satisfacer todas sus exigencias sin protesta ni reclamo. De ahí que el marido o compañero utilice el cuerpo y los deseos de ella como escenario para agredirla: prácticas sexuales que no le agradan, relaciones mantenidas a la fuerza. Aunque la ley no lo considera como tal, son innumerables las esposas ciertamente violadas por sus maridos. La sexualidad no es ni un accidente ni una parte del cuerpo, ni una función que se ejerce de vez en cuando o nunca ni, menos aún, un accidente en la vida.
La violación, por ejemplo, no es tan sólo la abusiva utilización del cuerpo de alguien en pos de un placer perverso. Antes que el acto físico en sí mismo, es la intromisión en la intimidad de alguien, mujer o varón, niño o niña sin su consentimiento, sin ser invitado. El violador se acerca con violencia o engaño, toma y deja al otro como objeto, hace del cuerpo del otro un objeto para un uso perverso. Y luego lo abandona como un despojo, como un cadáver que repugna. La violación destruye la ética social, desconoce el principio de que la sexualidad se comparte desde la libertad, el deseo y la ternura en pos de un goce compartido. El violador no hace el amor. Ultraja, agrede incluso hasta producir la muerte de su víctima.Desde la infancia, la mujer teme la intromisión violenta e indeseada de alguien en su intimidad.
En la adolescencia, esta posición adquiere nuevas características y se transforma en un temor que la mantiene siempre alerta puesto que la adolescente se sabe mujer deseada, buscada e incluso perseguida por los varones de todas las edades.
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