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viernes, 11 de marzo de 2011

Clara Campoamor



Clara Campoamor

A ningún político de ninguna época, a ningún diputado o representante del pueblo debe tanto la democracia en España como a Clara Campoamor. Le debemos nada menos que el sufragio universal, idea aparentemente muy admitida pero que para hacerse realidad precisa que las mujeres tengan los mismos derechos electorales que los hombres, durísima tarea que ha consumido en casi todos los países las energías de varias generaciones de mujeres y de hombres amigos de la igualdad. En el nuestro, se consiguió de golpe, sin aparente esfuerzo, porque el esfuerzo lo hizo una persona sola.
Clara Campoamor fue una mujer que se hizo a sí misma, que luchó siempre contra todo, contra todos y contra todas -«mi ley es la lucha», decía- para conseguir una España en donde la cuna fuera un origen, no un destino, y donde la Ley no fuera un castigo sino un amparo. Nació el 12 de febrero de 1888 en una familia humilde del madrileño barrio de Maravillas. Su padre, Manuel Campoamor Martínez, había nacido en Santoña y era contable en un periódico madrileño. Su madre, Pilar Rodríguez Martínez, era modista, y de los tres hijos que tuvo el matrimonio vivieron dos, Clara e Ignacio. Cuando Manuel murió, Pilar tuvo que sacar a todos adelante con su trabajo. Clarita dejó la escuela y se puso a ayudar a su madre repartiendo ropa. Entró luego de dependienta en una tienda y a los 21 años hizo oposiciones para auxiliar del Cuerpo de Correos y Telégrafos. Las ganó y empezó a trabajar en 1910 en San Sebastián.
En 1914 hace oposiciones para profesora de adultas en el Ministerio de Instrucción Pública, ganándolas con el número uno. Pero sólo puede enseñar taquigrafía y mecanografía, ya que no tenía siquiera el Bachiller. Decide entonces estudiar mientras sigue ayudando a la familia. Además de sus clases, trabaja como mecanógrafa en el Ministerio y en el diario maurista La Tribuna como secretaria del director, Cánovas Cervantes, más conocido como El Nini (ni en política era Cánovas, ni escribiendo Cervantes). A Clara este puesto le permitió, sin embargo, conocer a gente, interesarse por la política y convencerse de que ése era también su sitio. En 1920, cumplidos ya los 32, empieza una vida nueva: se matricula como alumna de Bachillerato, que termina en dos años, y a continuación en la Facultad de Derecho, concluyendo la carrera en otros dos. Con 36 años se convierte en una de las pocas licenciadas españolas y dispuesta a ejercer, cosa que hace desde 1925. Sus ideas sobre la igualdad de la mujer la acercan al PSOE y prologa el libro de María Cambrils Feminismo Socialista, dedicado a Pablo Iglesias. Pero ni ella era socialista ni aceptaba la colaboración del PSOE con la Dictadura. Creó la Asociación Liberal Socialista, pero la dejó cuando no pudo conseguir su definición republicana. Mantuvo una gran actividad como conferenciante en la Asociación Femenina Universitaria y la Academia de Jurisprudencia, defendiendo siempre la igualdad de la mujer y la libertad política.
Ilegítimo pero con indudable ánimo renovador, el régimen primorriverista ofreció a tres abogadas jóvenes y prestigiosas -Clara Campoamor, Victoria Kent y Matilde Huici- entrar en la Junta del Ateneo. Sólo Victoria Kent aceptó. Cuando la Academia de Jurisprudencia otorgó a Clara Campoamor la Cruz de Alfonso XII, por su Premio Extraordinario, también la rechazó, como gesto republicano. A pesar de su origen humilde y su rápida ascensión social, no abandonó la austeridad en su vida privada ni la fidelidad a sus principios.
Trabajó con Martí Jara, buen amigo de Azaña, en el embrión de Acción Republicana, en cuyo Consejo Nacional figuró al principio. Nunca logró su ideal estratégico: la fusión de todos los republicanos en un gran partido de centro, con Azaña como delfín natural de Lerroux.
Tras la sublevación de Galán y García Hernández en Jaca, su fusilamiento y el proceso del Comité Revolucionario, Clara asumió la defensa de los implicados, entre ellos su hermano Ignacio. Los pobres lo pagaron más caro que los ricos, como recordó después. El abandono del trono por Alfonso XIII, tras el triunfo republicano en las grandes ciudades, llevó al Poder de la noche a la mañana a sus clientes, convertidos en Gobierno Provisional. Se convocaron elecciones a Cortes Constituyentes y aunque el mito dice que la República dio el derecho al voto a la mujer, no fue así. La II República supuso un retroceso frente al derecho de voto femenino parcial otorgano por Primo de Rivera. En 1931, la mujer pudo ser elegida, no electora. Y Clara Campoamor salió diputada en las listas del Partido Radical, al que se afilió por ser «republicano, liberal, laico y democrático». Su propio ideario político.
Formó parte de la Comisión Constitucional, de 21 diputados, y allí peleó eficazmente por establecer la no discriminación por razón de sexo, la igualdad legal de los hijos habidos dentro y fuera del matrimonio, el divorcio y el sufragio universal, generalmente llamado voto femenino. Todo lo consiguió menos el voto, que tuvo que debatirse en el Parlamento. Y allí es donde Clara Campoamor se ganó un puesto imperecedero en la memoria de la libertad española.
La izquierda, con excepción de un grupo de socialistas y algunos republicanos, no quería que la mujer votase porque se suponía que estaba más influida por la Iglesia e iba a favorecer a las derechas. Estas tampoco lo querían pero lo apoyaban porque creían que les podía favorecer. Entonces, el partido Radical Socialista puso frente a Clara a la otra diputada, Victoria Kent, para negar el voto de la mujer aplazándolo sine die. El debate fue extraordinaio y la Campoamor arrolló. Pero no tenía mayoría. La consiguió con el apoyo de la minoría derechista, la mayoría del PSOE y algunos republicanos. Victoria Kent y los radicales trataron de ganar lo perdido mediante una enmienda constitucional, pero Clara la desbarató.
Cuando la derecha abandonó el Parlamento por la Ley de Congregaciones se hizo el último intento para impedir el voto femenino, pero la Campoamor no sólo se impuso en el debate sino que, contra pronóstico y por sólo cuatro votos, lo ganó. Apoyándose en el PSOE y en algunos republicanos de derecha, derrotó a los socialistas de Prieto y a los republicanos de su propio partido, el Radical, el Radical Socialista y el de Azaña. Prieto salió del hemiciclo diciendo que aquello era «una puñalada trapera a la República». Hubo un gran escándalo. Y cuando en el 33 la CEDA ganó las elecciones y Lerroux formó gobierno, sin ellos y con ellos, toda la izquierda le echó la culpa de su derrota a Clara Campoamor. Fue su muerte política.
En el 33 no consiguió renovar su escaño, en el 34 abandonó el Partido Radical por su subordinación a la CEDA y los excesos en la represión del golpe revolucionario de Asturias. Pero cuando, en 1934, pidió, con la mediación de Casares Quiroga, ingresar en Izquierda Republicaca -fusión de radicalsocialistas, azañistas y galleguistas-, la sometieron a la humillación de abrirle un expediente y votar en público su admisión, que fue denegada.
Dos afiliadas pasearon en alto su bola negra, jactándose de la venganza. No entró en las listas del Frente Popular, que ganó por una mayoría más amplia que la derecha en 1933 y, evidentemente, con el voto femenino. Nadie le pidió disculpas. Escribió entonces, y publicó en mayo de 1935, Mi pecado mortal. El voto femenino y yo, testimonio de sus luchas parlamentarias y uno de los libros políticos más admirables y menos divulgados del siglo XX español.

La guerra la pilló por sorpresa y huyó de Madrid temiendo que la pasearan sus republicanos. En 1937 publicó en París La revolución española vista por una republicana, en francés, nunca editado en español. Vivió una década en Buenos Aires y se ganó la vida traduciendo, dando conferencias y escribiendo biografías -Concepción Arenal, Sor Juana Inés de la Cruz, Quevedo-. Trató de volver a finales de los 40 y a comienzos de los 50, pero se topó con que tenía que ser depurada por haber pertenecido a la logia masónica Reivindicación. A diferencia de otros exiliados, ella se negó a declarar por un delito legalísimo cuando se cometió. Así, por principios, se quedó en el exilio para siempre.
En 1955 se instaló en Lausanne (Suiza), trabajando en un bufete hasta que perdió la vista. Murió de cáncer y de nostalgia en abril de 1972 y mandó que sus restos fueran incinerados en San Sebastián, donde se hallaba al instaurarse la II República.
Concha Fagoaga y Paloma Saavedra, en su reedición de El voto femenino y yo, en 1981, citan una carta de Clara Campoamor en 1959 a Martín Telo: «Creo que lo único que ha quedado de la República fue lo que hice yo: el voto femenino». Cierto. Y con sólo el voto masculino nunca habríamos alcanzado el sufragio universal.

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